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doctor, tercamente, repitió:
 He cumplido con mi deber. Vendrá ahora un médico de Londres y
consultaré con él el caso, pero con nadie más. Le insisto en que salga de
aquí.
 He entrado aquí  dijo el conde majestuosamente en nombre de un
sagrado y elemental deber de humanidad. Volveré a entrar si tarda ese
médico a quien espera. Le repito a usted otra vez que es fiebre tifoidea, y
que de ella tiene la culpa su estúpido tratamiento. Si esta mujer se muere, le
denunciaré a usted a un tribunal como causante de esta inmensa desgracia.
Es usted un ignorante y un obstinado.
Al salir, el conde encontró a Lady Glyde a la puerta del salón, pero
hallábase tan alterado que paso ante ella sin verla y no pensé siquiera en
prohibirle la entrada. El doctor tuvo más presencia de ánimo, a pesar de los
esfuerzos que efectuaba la señora diciendo: «Quiero y tengo que entrar», se
opuso a ello resueltamente, diciendo qué la fiebre adquiría un carácter
infeccioso que le obligaba a tomar aquellas enérgicas medidas. La señora
se desvaneció. La condesa y yo tuvimos que acostarla y logramos al poco
rato, a fuerza de cuidados, que recobrara el conocimiento.
Hasta la llegada del médico, las horas transcurrieron lentamente, pero por
fin, a las seis y media, llegó. Parecía inteligente y formal. Me extrañó, sin
embargo que le preguntar más a la enfermera y a mí, que al propio médico.
Examinó luego a la enferma y confirmó la expresión manifestada por el
conde.
 Es un claro caso de tifus.
No dió instrucciones para su tratamiento. Varió el plan que se había
seguido con la enferma, y dijo que de momento no podía responder de su
vida, hasta que viera la reacción que habían de producir las medicinas por
él recetadas. Se despidió diciendo que volvería al cabo de cinco días.
Con, una lentitud desesperante, transcurrió este plazo de tiempo. La
enferma empeoraba. La condesa y yo relevábamos a la señora Rubelle en
sus cuidados. Lady Glyde, a quien era imposible separar de su hermana,
demostraba una impresionante presencia de ánimo, completamente
increíble en una mujer tan delicada como ella. Sufría mucho, y sus
sufrimientos me recordaban los míos durante la desgraciada enfermedad de
mi difunto esposo. Sir Percival y el conde continuaban en la biblioteca, y
frecuentemente nos enviaban recados interesándose por la salud de la
señorita Marian.
Al cabo de cinco días volvió el doctor. Dijo que una vez se declaraba esta
enfermedad, hasta el cabo de diez días no se producía la crisis, en un
sentido o en otro, y anunció una tercera visita para esa fecha. Al lugar a
este día se apiadó Dios de nuestros sufrimientos. El médico de Londres
aseguró que la enferma estaba fuera de peligro y que ya no eran necesarios
sus cuidados médicos, sino una esmerada asistencia durante el período de
convalecencia. El efecto que estas noticias produjeron en la señora fué muy
grande. Estaba demasiado débil para poder soportar la alegría que le
causaron. Inmediatamente cayó en estado de postración, impidiéndole todo
movimiento. El doctor Dawson aconsejó reposo y cambio de aires. Al día
siguiente se produjo otra disputa entre el conde y el doctor. Se discutía el
alimento que había de darse a la convaleciente, pero esta vez la discusión
fué definitiva. El doctor se encolerizó y se despidió de nosotros,
anunciando que enviaría la cuenta aquella misma tarde.
De este modo nos quedamos sin médico. Como había dicho el de Londres,
el estado de la señorita Halcombe no hacía necesarias atenciones
facultativas, pero, sin embargo, yo crea que debiera haberla habido todavía
durante algunos días.
El señor no tuvo esta opinión. Dijo que en cualquier momento podía
buscarse un médico, en el caso improbable de que la señorita recayera.
Mientras tanto, el conde nos aconsejaría lo que teníamos que hacer. No me
pareció oportuno ocultar a la señora la marcha del médico. Lady Glyde
estaba entonces en sus habitaciones, porque la debilidad le impedía salir de
ellas. Hubiera sido mejor engañarla con una mentira piadosa, pero no
dejaba de ser una mentira, y estas cosas son siempre desagradables para
una mujer de mis principios.
Algo más ocurrió aquel día, y con ello se aumentó el estado de desasosiego
que desde hacía días veníamos experimentando. El señor me llamó a la
biblioteca. Me ordenó que me sentara y comenzó a hablarme:
 Voy a dar cuenta a usted de una decisión que he tomado hace tiempo y
que hubiera puesto en práctica ya de no haber sido por las enfermedades
por que hemos pasado. Razones de orden económico me obligan a levantar
la casa. En cuanto el estado de salud de las Señoras lo permita, nos iremos
de aquí. Los condes irán primero a un hotelito que han alquilado cerca de
Londres, y yo inmediatamente venderé mis caballos. Usted se quedará a
cargo del castillo, y despida a los criados de modo que mañana, a esta hora
ya no se encuentren aquí.
Yo estaba asombrada. Sin embargo, me atreví a decirle:
 Señor, no se les puede despedir sin el mes de plazo reglamentario.
He dicho que salieran inmediatamente.
 ¿Y quién va a guisar mientras ustedes estén aquí?
 Que se quede Margarita. Supongo que sabrá hacer cualquier guisado, y
esto ya basta. [ Pobierz całość w formacie PDF ]

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