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expresión de sus emociones.
Anduvieron algunos pasos en silencio.
-¿Qué has visto tú... en ella?
-¡Hola, hola! Parece que pica.
-¡Ya lo creo! ¿Y dónde creerás que pica?
Vegallana se volvió para mirar a Mesía.
Éste señaló el corazón con ademán jocoserio.
-¡Puf! -hizo con los labios Paco.
-¿Lo dudas?
-Lo niego.
-No seas tonto. ¿Tú no crees en la posibilidad de enamorarse?
-Yo me enamoro muy fácilmente...
-No es eso.
-¿Y te pones colorado?
-Sí; me da vergüenza, ¿qué quieres? Esto debe de ser la vejez.
207
Leopoldo Alas, «Clarín»
-Pero, vamos a ver, ¿qué sientes?
Mesía explicó a Paco lo que sentía. Le engañó como engañaba
a ciertas mujeres que tenían educación y sentimientos semejantes
a los del Marquesito. La fantasía de Paco, sus costumbres, la
especial perversión de su sentido moral le hacían afeminado en el
alma en el sentido de parecerse a tantas y tantas señoras y
señoritas, sin malos humores, ociosas, de buen diente, criadas en
el ocio y el regalo, en medio del vicio fácil y corriente.
Era muy capaz de un sentimentalismo vago que, como esas
mujeres, tomaba por exquisita sensibilidad, casi casi por virtud.
Pero esta virtud para damas se rige por leyes de una moral
privilegiada, mucho menos severa que la desabrida moral del
vulgo. Paco, sin pensar mucho en ello, y sin pensar claramente,
esperaba todavía un amor puro, un amor grande, como el de los
libros y las comedias; comprendía que era ridículo buscarlo y se
declaraba escéptico en esta materia; pero allá adentro, en regiones
de su espíritu en que él entraba rara vez, veía vagamente algo
mejor que el ordinario galanteo, algo más serio que los apetitos
carnales satisfechos y la vanidad contenta. Necesitaba para que
todo eso saliera a la superficie, para darse cuenta de ello, que
fantasía más poderosa que la suya provocase la actividad de su
cerebro; la elocuencia de Mesía, insinuante, corrosiva, era el
incentivo más a propósito. En un cuarto de hora, empleado en
recorrer calles y plazuelas, don Álvaro hizo sentir al otro aquellos
algos indefinidos del amor dosimétrico, que era la más alta
idealidad a que llegaba el espíritu del Marquesito.
«Sí, todo aquello era puro. Se trataba de una mujer casada, es
verdad; pero el amor ideal, el amor de las almas elegantes y
escogidas no se para en barras. En París, y hasta en Madrid, se
ama a las señoras casadas sin inconveniente. En esto no hay
diferencia entre el amor puro y el ordinario».
208
La Regenta
Importaba mucho al jefe del partido liberal dinástico de
Vetusta que Paquito le creyera enamorado de aquella manera sutil
y alambicada. Si se convencía de la pureza y fuerza de esta
pasión, le ayudaría no poco. La amistad entre los Vegallana y la
Regenta era íntima. Paco jamás había dicho una palabra de amor a
su amiga Anita, y ésta le estimaba mucho; lo poco expansiva que
era ella con Paco lo había sido mejor que con otros; en la casa del
Marqués, además, se la podía ver a menudo; en otras casas pocas
veces. Si Mesía quería conseguir algo, no era posible prescindir
de Paquito. Supongamos que Ana consentía en hablar con don
Álvaro a solas, ¿dónde podía ser? ¿En casa del Regente?
Imposible, pensaba el seductor; esto ya sería una traición formal,
de las que asustan más a las mujeres; semejantes enredos no podía
admitirlos la Regenta: por lo menos al principio. La casa de Paco
era un terreno neutral; el lugar más a propósito para comenzar en
regla un asedio y esperar los acontecimientos. Don Álvaro lo
sabía por larga experiencia. En casa de Vegallana había ganado
sus más heroicas victorias de amor. Su orgullo le aconsejaba que
no hiciera en favor de Ana Ozores una excepción que a todo
Vetusta le parecería indispensable.
Por lo mismo, quería él vencer allí para que vieran.
Había de ser en el salón amarillo, en el célebre salón amarillo.
¿Qué sabía Vetusta de estas cosas? Tan mujer era la Regenta como
las demás; ¿por qué se empeñaban todos en imaginarla
invulnerable? ¿Qué blindaje llevaba en el corazón? ¿Con qué unto
singular, milagroso, hacía incombustible la carne flaca aquella
hembra? Mesía no creía en la virtud absoluta de la mujer; en esto
pensaba que consistía la superioridad que todos le reconocían. Un
hombre hermoso, como él lo era sin duda, con tales ideas tenía
que ser irresistible.
«Creo en mí y no creo en ellas». Esta era su divisa.
209
Leopoldo Alas, «Clarín»
Para lo que servía aquel supersticioso respeto que inspiraba a
Vetusta la virtud de la Regenta era, bien lo conocía él, para
aguijonearle el deseo, para hacerle empeñarse más y más, para
que fuese poco menos que verdad aquello del enamoramiento que
le estaba contando a su amiguito.
«Él era, ante todo, un hombre político; un hombre político que
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