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estacas por hora y descansa alrededor de ocho minutos por cada período del mismo
tiempo, ¿cuál es el número de estacas y cuál es la superficie del terreno, que tiene la
forma de un cuadrado perfecto? indicar también cuál sería el número de estacas
necesarias si se clavaran a una distandia diez centímetros mayor. Indicar igualmente
el precio de coste de la operación en ambos casos, teniendo en cuenta que las estacas
cuestan tres francos el centenar y que el obrero cobra 0,50 francos por hora.»
¿No habría que precisar también si el obrero es feliz en su matrimonio? ¡Oh!, ¿en
qué malvada imaginación, en qué cerebro depravado germinan esos indignantes
problemas con los que nos torturan? ¡Los detesto! ¡Y no hablemos de los obreros que
conspiran para complicar la cantidad de trabajo de la que son capaces, que se dividen
en dos cuadrillas, de las que una desarrolla un tercio de fuerza más que la otra,
mientras que la otra, en cambio, trabaja dos horas más! ¡O del número de agujas que
una costurera usa a lo largo de veinticinco años, cuando utiliza agujas de 0,50 francos
el paquete durante once años y agujas de 0,75 durante el resto del tiempo, pero sin
olvidar que las de 0,75 son... etc,, etc.! ¡Y las locomotoras que complican
diabólicamente sus velocidades, sus horas de salida y el estado de salud de sus
maquinistas! ¡Odiosas suposiciones, inverosímiles hipótesis que me han hecho
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Librodot
Claudine en la escuela
Colette 17
refractaria a la aritmética para el resto de mi vida! Anaïs, salga a la pizarra.
La larga percha se levanta, y me dirige a hurtadillas una mueca de gato
malhumorado; a nadie le gusta «salir a la pizarra» bajo la mirada negra y al acecho de
la señorita Sergent.
––Haga el problema.
Anaïs lo «hace» y lo explica. Aprovecho para examinar a la profesora con toda
tranquilidad. Sus ojos brillan, sus cabellos rojos llamean.., ¡Si por lo menos hubiese
podido ver a Aimée Lanthenay antes de la clase! Bueno, el problema está listo. Anaïs
respira y vuelve a su sitio.
––Claudine, salga usted a la pizarra. Escriba los siguientes quebrados:
3525/5712,
806/925,
14/56,
302/1052
(¡Dios mío, líbrame de los quebrados divisibles por 7 y por 11, así como de los
que lo son por 5, por 9, por 4 y por 6, y por 1.127!) y busque el máximo común
divisor.
Lo que me temía. Empiezo melancólicamente; cometo algunas tonterías, porque
no estoy para lo que hago. ¡Con cuánta rapidez son reprendidas con un gesto seco de
la mano o con un fruncimiento de cejas las pequeñas tonterías que me consiento!
Finalmente, termino y vuelvo a mi sitio, ganándome un: «Nada de bromas, ¿eh?»,
porque a su observación: «Se olvida usted de bajar los ceros», he respondido:
––Siempre hay que bajar los ceros, se lo merecen.∗
Después de mí, Marie Belhomme sale a la pizarra y acu¡nula disparates con la
mayor inocencia del mundo, según su costumbre; locuaz y segura de sí misma cuando
se embrolla, e indecisa y sonrojada cuando recuerda la lección precedente.
La puerta del aula pequeña se abre y la señorita Lanthenay entra. La miro
ávidamente: ¡Oh, los pobres ojos dorados que han llorado y están hinchados.
¡Queridos ojos, que me dirigen una mirada turbada y se desvían rápidamente! Quedo
consterna= da; Dios mío, ¿qué le habrá hecho Ella? Enrojezco de cólera hasta tal
punto, que Anaïs, la grandullona, lo advierte y se ríe por lo bajo. La doliente Aimée le
ha pedido un libro a la señorita Sergent, quien se lo ha entregado con notable solicitud
mientras sus mejillas tomaban un tono carmín más subido. ¿Qué significa todo esto?
Cuando pienso que la lección de inglés no tendrá lugar hasta mañana aún me angustio
más. Bueno, ¿y qué? No puedo hacer nada. La señorita Lanthenay vuelve a su clase.
––Señoritas ––anuncia la malvada pelirroja––, tomen sus libros y cuadernos.
Estamos obligadas a refugiarnos, provisionalmente, en la escuela de párvulos.
De inmediato, todas las chicas se agitan como si se les hubieran incendiado las
medias; empujones, pellizcos, pupitres arrastrados, libros que se caen y que
amontonamos en nuestros amplios delantales. Anaïs, la grandullona, mira cómo tomo
mi carga, mientras ella misma transporta sus enseres en sus brazos, luego tira
hábilmente de una punta de mi delantal y se me cae todo por el suelo.
Ella conserva su aspecto distraído mientras observa atentamente a tres albañiles
que se arrojan tejas en el patio. Se me riñe por mi torpeza y, dos minutos más tarde, la
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