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la viudedad; sus detractores la acusaban por lo bajo de gustarle las mujeres, aunque admitiendo
que esta inclinación resultaba menos escandalosa en una noble dama, que la afición contraria en
los hombres, ya que es mejor manifestaban para la mujer asumir la condición viril que para
un hombre imitar a la mujer. Los trajes de la Regente eran suntuosos, aunque severos, como
corresponde a una princesa, que debe ostentar los signos externos de su situación real, pero a
quien poco importa deslumbrar o agradar. Al mismo tiempo que mordisqueaba unas golosinas,
escuchaba con oído complaciente a Henri-Juste mezclar a sus cumplidos cortesanos chanzas
picantes, atenta a su papel de mujer piadosa, mas no gazmoña, y que sabe escuchar sin
escandalizarse las livianas palabras de los hombres.
Se habían bebido ya vinos del Rin, de Hungría y de Francia; Jacqueline se desabrochó el
corpiño de tejido de plata y pidió que le trajeran a su hijo más pequeño, que aún mamaba y que
también tendría sed. A Henri-Juste y a su mujer les gustaba exhibir a aquel niño recién nacido
que los rejuvenecía.
El pecho que se entreveía por entre los pliegues de la fina holanda encantó a los
convidados.
No podrá negarse dijo Madame Marguerite que este niño ha mamado leche de una
buena madre.
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Preguntó cómo se llamaba el niño.
Todavía no lo han bautizado, sólo con agua de socorro dijo la flamenca.
Entonces propuso Madame Marguerite , ponedle de nombre Philibert, como mi
señor, el que está en el cielo.
Henri-Maximilien, que bebía sin medida, hablaba a las damas de honor de las hazañas
guerreras que el niño realizaría, cuando estuviera en edad de hacerlo.
Ocasiones para participar en batallas no van a faltarle en este desgraciado siglo dijo
Madame Marguerite.
Se preguntaba para sus adentros si el Gran Tesorero consentiría en conceder el préstamo al
Emperador, a un interés del doce por ciento, que le habían negado los Fugger, y que serviría para
sufragar los gastos de la última campaña, o acaso de la próxima, pues nunca se sabe cuánto van a
durar los tratados de paz. Con una pequeña parte de aquellos noventa mil escudos le bastaría para
terminar su capilla de Brou, en Bresse, en donde ella pensaba descansar algún día al lado de su
príncipe, hasta que llegara el fin del mundo. En el instante en que llevaba a sus labios una
cuchara de plata sobredorada vio en su imaginación al joven desnudo, con los cabellos pegados
por el sudor de la fiebre y el pecho hinchado por los humores de la pleuresía, pero tan hermoso,
sin embargo, como los Apolos de la Fábula y al que ella había tenido que enterrar hacía más de
veinte años. Nada podía consolarla de su pérdida, ni las gracias del Amante Verde, su loro de las
Indias, ni los libros, ni el dulce rostro de su tierna compañera, Madame Laodamie, ni los asuntos
de Estado, ni Dios, que es el sostén y confidente de los príncipes. La imagen del muerto volvió a
reintegrarse al tesoro de la memoria; el contenido de la cuchara dejó en la lengua de la Regente
su sabor a dulce helado, y ella volvió a ocupar en la mesa el puesto que nunca había abandonado
y a ver las manos coloradas de Henri-Juste sobre el mantel carmesí, los llamativos atavíos de
Madame d Hallouin, su dama de honor, al niño que a su pecho ostentaba la flamenca y más
lejos, bajo la campana de la chimenea, a un joven de hermoso rostro arrogante que comía sin
prestar atención a los invitados.
¿Y ese quién es? preguntó . ¿Ese joven que les hace compañía a los tizones?
No tengo más hijos que estos dos dijo el banquero descontento, mostrando a Henri-
Maximilien y al muñeco envuelto en su sábana bordada.
Batholommé Campanus contó en voz baja a la Regente la aventura de Hilzonde,
lamentando al mismo tiempo los senderos heréticos por los que se descarriaba la madre de
Zenón. Madame Marguerite inició entonces una discusión con el canónigo sobre la fe y las
obras, como las que solían entablarse a diario entre las personas devotas y cultas de la época, sin
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