[ Pobierz całość w formacie PDF ]
masculinos fracasaron estruendosamente (salvo esa única excepción).
Estoy segura de que eso era una consecuencia de la falta de padre, un impulso
subconsciente que me empujaba siempre a tratar como los trataba ella a sus serviles
caballeros. Explícalo como quieras. De todos modos, excepto en el último caso, las cosas
se producían siempre del mismo modo: cuanto más quería ella librarse de uno, menos
deseaba éste saber algo de mí.
Pero no era a ellos a quienes odiaba, sino tan sólo a ella. A veces, cuando ella echaba
a alguno en una forma excesivamente expeditiva, me pasaba varios días sin dirigirle la
palabra. Tan solo verla me producía náuseas.
Cuando cumplí los diecisiete años, y bajo consejo de un psiquiatra, me envió a Suiza, a
un internado para jóvenes pertenecientes a la alta sociedad. El psiquiatra había
dictaminado que yo sufría de un complejo de Electra de lo más exacerbado, y por los
motivos más inexistentes de toda la historia médica. Añadió incluso que deseaba que mi
padre estuviera realmente muerto, ya que si algún día reaparecía... Casi podían oírse sus
células cerebrales trepidando excitadas ante la idea.
Sea como fuere, la razón aparente de mi partida fue el deseo de proporcionarme al fin
una educación. A los diecisiete años, yo apenas sabía la tabla de multiplicar. Todos mis
conocimientos se resumían en lo que ella llamaba «los grandes titulares». Me había
sacado del colegio muy joven, y había contratado los servicios de una multitud de
enseñantes cuyo trabajo era hacerme aprender tan solo los acontecimientos cotidianos.
Como su trabajo era precisamente la predicción de tales acontecimientos antes de que se
produjeran, supongo que su fórmula era disculpable. Pero era el método empleado el que
la hacía horrible... en aquellos momentos. No se trataba de aprender estadísticas, tener
visiones globales, efectuar análisis de tendencias. Todo el trabajo de mis enseñantes
consistía en hacerme aprender de memoria todos los titulares y cabeceras, sin excepción,
de todos los números del New York Times desde el día de la victoria de Counterpoint en
las carreras de caballos de Preakness... es decir 1957, varios meses antes de mi
nacimiento. Tan solo eso. Entre mis enseñantes figuraban incluso algunos
mnemotécnicos para asegurarse de que no olvidaba lo que aprendía.
De todos modos, educación de por medio o no, me sentí feliz ante la idea de ir a
Suiza... muy feliz de escapar por fin de mis pesadillas de memoria.
Pero me estoy apartando de mi relato.
Uno de los primeros recuerdos de mi infancia que quedaron profundamente marcados
en mí fue el de la fiesta que dio mi madre en Skyridge, nuestra casa en el campo. Por
aquel entonces yo tenía seis años. Era el día de la reelección de James Roosevelt. De
entre todos los adivinos y sondeadores de la opinión pública, tan solo mi madre acertó en
su previsión, y aquella noche celebró el hecho en compañía de los dirigentes de varias
docenas de empresas que utilizaban sus servicios proféticos. Se suponía que yo estaba
durmiendo en el primer piso, pero las risas y la música me mantenían despierta, y
finalmente bajé a unirme a la fiesta. Nadie me prestó atención. Y cada vez que un hombre
abrazaba y besaba a mi madre yo estaba allí, agarrándome a sus faldas para retenerla y
gritándole que todos, todos sus besos tenían que ser para mí.
Mi técnica fue mejorando a lo largo de los años; los resultados, sin embargo, no
cambiaron.
¿Crees que eso la preocupaba?
¡Oh, sí!
Cuanto más intentaba meterme en su terreno, más divertida parecía. No, no era una
ironía malvada, estaba realmente divertida. ¿Y cuáles crees que eran las consecuencias?
Mi rabia aumentaba, por supuesto.
Crees que tal vez no había nada que justificara mi actitud. De hecho, sí había algo.
Había al menos un móvil para mi odio; que en realidad ella no me quería. Yo era carne
de su carne y sangre de su sangre, pero ella no me quería. Quizá sintiera un cierto afecto
hacia mí, como podría sentirlo hacia algún animalillo doméstico, pero no existía lugar para
el amor materno en su corazón. Y yo lo sabía.
Debíamos formar una extraña pareja. Ella nunca me llamaba por mi nombre, nunca
usaba una palabra cariñosa. Nunca me dijo: «Querida, ¿quieres pasarme las tostadas?»,
sino: «Quiero las tostadas», como si yo fuera tan solo una prolongación de ella misma, un
tercer brazo. Era algo exasperante.
Otras chicas tienen secretos que su madre ignora. Yo no podía ocultarle a la mía nada
importante. Cuantos más esfuerzos hacía para disimularle algo, más segura estaba de
que ella lo sabía. Esa era otra razón por la cual no me importaba ir a Suiza. Lejos de ella,
quizá tuviera una posibilidad de preservar la parte más íntima de mi mente.
Ella no leía en mí, estoy seguro de ello. No se trataba de telepatía. Era incapaz de
adivinar los números de teléfono que yo había aprendido de memoria, o los nombres de
los veinticinco miembros del equipo de fútbol de la universidad. Los pequeños detalles
rastreros como esos no se «filtraban» hasta ella. Y además, la telepatía no sabría explicar
lo que ocurrió la noche de mi accidente de automóvil en la carretera de Sylvania Turnpike.
Las manos que me ayudaron a salir por el cristal de la ventanilla del coche volcado eran
las suyas. Ella había permanecido estacionada al borde de la carretera... esperando.
Ninguna ambulancia, solo ella en su coche. Había sabido exactamente dónde y cuándo
se produciría, y había sabido que yo no resultaría herida...
Tras aquella noche supe que el negocio de mi madre, Visión del Futuro, se basaba en
algo más que en el simple conocimiento, minuto a minuto, de la evolución de los
acontecimientos económicos, científicos y políticos.
¿Pero en qué?
Nunca se lo pregunté. Supuse que ella no me lo diría, y no quería proporcionarle la
alegría de una negativa. Quizá también tenía miedo de plantearle la pregunta. Finalmente
fue casi como si hubiéramos admitido, por un acuerdo tácito, que no tenía que plantearla,
ya que tendría la respuesta a su debido tiempo sin necesidad de hacerlo.
Visión del Futuro daba mucho dinero. El éxito de las predicciones de mi madre acerca
del desarrollo de los problemas importantes era infalible. Jamás se equivocaba. Sus
clientes se beneficiaban aún más que ella, ya que tenían mayores posibilidades de
inversión. Siguiendo sus consejos, compraron en plena crisis, quince días antes de la
[ Pobierz całość w formacie PDF ]