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del Edén, inagotable como la Providencia de Dios Nuestro Señor, de Su
Santísima Trinidad, Dios, Hijo y Espíritu, y de nuestra Santa Madre la
Iglesia, todos tendrían su nutrición inagotable. Lo tuyo y lo mío quedarían
abolidos, como dijo el santo Rey Alfonso El Sabio. No habría más guerras,
ni pestes, ni locuras colectivas. No existiría la cobdicia humana. El deseo
carnal se saciaría con sólo comer una manzana, invirtiendo así el origen del
pecado. La edad de los seres humanos habría hallado la fuente de la
perpetua juventud. Viviríamos todos en una Edad de Oro de imposible fin...
La arena es para mí el símbolo de la disgregación universal: en el
tiempo, al medir las horas con el caer de sus partículas; del espacio, como
producto de la desintegración de la tierra y del mar. Símbolo del poder que
sólo puede reinar sobre la división y desintegración de los súbditos
convertidos en partículas dóciles y obedientes a la ley de la gravedad. La
arena es también para mí el símbolo de la predestinación.
El viejo maestro de escuela de Nervi nos decía en clase de geología:
«La arena es un conjunto de partículas que provienen de la desagregación de
los fragmentos de roca bajo la acción del viento, del agua, del calor del sol,
del frío del invierno y de la noche. Suele incluir calamita, estaño y la irídula
del cobre. El tamaño medio de la partícula de arena, cuando no lleva oro, es
de 2 a 1/2 mm. En algunos lugares, sobre todo a orillas de los ríos, la
corriente acarrea oro.»
Decía el signore Vittorio que estamos compuestos de mitad de agua y
mitad de arena, y que la muerte sobreviene cuando ambos se mezclan. Tal
vez sea cierto. Cuando la arena salada absorbe una buena cantidad de
neblina se endurece como el engrudo y toma el color de los capullos de la
angustifolia turgente. Las gotas de agua que caen sobre esas flores brillan
como gotas de mercurio; se deslizan pero no caen sino que remontan las
nervaduras de esos tallos y pétalos de terciopelo. Las corolas y los pistilos
hacen de imanes.
Vivimos  decía con una voz que parecía venir de lejos como entre
las resonancias de un acueducto en un universo donde todo remonta hacia
atrás, hacia las fuentes, y no hacia adelante como se suele creer. Vivimos 
decía en un universo que se divide constantemente en infinitas partículas.
Cada uno de los astros, las estrellas, los seres humanos, las plantas, los
animales, todo lo que vive tiene la suya pero no puede sacarla de su lugar.
Nunca olvido las palabras del maestro Vittorio y del experimento que hacía
con su viejo caleidoscopio para demostrarnos cómo el tiempo retrocedía
dándonos la sensación de que nosotros avanzábamos. Mirábamos fijamente
las paredes del cuarto a oscuras donde se proyectaban tres focos luminosos
que se entrecruzaban. Sentíamos que nuestros ojos giraban mareados,
encandilados; que nosotros mismos éramos las figuras de esa proyección y
que nos entrecruzábamos sin tocarnos a fantástica velocidad.
De repente alguien gritaba. Un grito agudísimo; el grito de pavor que
sólo puede exhalar alguien que ha visto su muerte. También yo sentía que
ya no estaba separado de mi muerte. Yo era igual a ella. Estábamos pegados
como dos hermanos siameses unidos por la espalda. Nos aceptábamos los
dos con un sentimiento de aquiescencia y complicidad. Muchos años des-
pués me ocurriría algo semejante con el Piloto que murió en mis brazos.
Cuando se acababa el experimento, la vida y la felicidad volvían para
todos; la risa sonora, cristalina, la risa de los niños que ignoran el insomnio
de los mundos. Para mí, el abatimiento, el vacío, la separación, el
sufrimiento. Una soledad animal, como decía Simonetta. La angustia de
querer morir y fundirme en el cuerpo oscuro del que me llevaba y era
llevado por mí.
El signore Vittorio encendía la lámpara. Se acercaba, me miraba
fijamente y me daba un papirotazo en la mejilla. Me fluía la sangre de la
nariz y volvía a ver el sitio donde estábamos, la figura alta y encorvada del
maestro apagando la bujía del aparato que nos mostraba el tiempo. Había
una especie de magia en ese viejo amigo sin edad. Bajo sus ropas pobres y
zurcidas adivinábamos su cuerpo transparente, sin espesor; él mismo
haciendo de cuarto espejo en el tubo del caleidoscopio; ese espejo de los
sueños del hombre que da la cuarta dimensión inaprehensible.
Llevo la aguja de marear fijada con una oblea de cera en dirección
sudnorueste en lugar del norte invariable. Los Pinzones y los Niños llevan
su propia cuenta del itinerario y saben por dónde enderezar el torna-viaje si
se atreven a finarme. He variado el rumbo para engañarlos, con lo cual
hemos perdido otro día más. Todos mis cuidados y ardides no han logrado
impedir el motín. No han hecho más que fomentarlo y reventarlo como un
forúnculo. Fuera de mencionar los pájaros, señal segura de costas cercanas,
no he vuelto a dirigir palabra a los amotinados. No lo volveré a hacer hasta
que las naves se pongan de nuevo en movimiento y podamos aunque más no
sea navegar de bolina con el aliento del austro.
Oigo abajo el bate-ola de los amotinados. Han pasado volando hacia
atrás dos alcatraces y tres petreles casi rozando los masteleros. Los
amotinados no los ven. Profieren gritos inarticulados. No se comunican, se
atacan entre ellos. Cada uno ya se ve muerto en el otro. Lo odia por eso.
Quisiera matarlo antes de morir él. Es el odio al sobreviviente posible.
Ruido inhumano el miedo de la jauría. Inmenso. Monótono. Salvaje.
Parte XVII
LA REINA ALFÉREZ
No me preocupan los mandrias de la escuadra. Me inquieta el
desajuste en la marca de las ampolletas. Estos dos tiempos me dan la
sensación de que vamos mareando por dos caminos diferentes. Demuestro a
los alzados que no les temo echando largas parrafadas con fray Buril sobre
las Sagradas Escrituras, o jugando al ajedrez con el veedor real Rodrigo
Sánchez de Segovia, tuerto de un ojo y miope del otro. También con el otro
Rodrigo, el corcovado Escovedo, escribano de toda la armada, y con Pedro
Gutiérrez del Oro, repostero de estrados del Rey. Me ha puesto el Joan de [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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